«Accipe, care puer, nostri monimenta doloris»
Marco Valerio Marcial
LA CENA MISERABLE
Hasta cuándo estaremos esperando lo que
no se nos debe... Y en qué recodo estiraremos
nuestra pobre rodilla para siempre! Hasta cuándo
la cruz que nos alienta no detendrá sus remos.
Hasta cuándo la Duda nos brindará blasones
por haber padecido!...
Ya nos hemos sentado
mucho a la mesa, con la amargura de un niño
que a media noche, llora de hambre, desvelado...
Y cuándo nos veremos con los demás, al borde
de una mañana eterna, desayunados todos!
Hasta cuándo este valle de lágrimas, a donde
yo nunca dije que me trajeran.
De codos
todo bañado en llanto, repito cabizbajo
y vencido: hasta cuándo la cena durará.
Hay alguien que ha bebido mucho, y se burla,
y acerca y aleja de nosotros, como negra cuchara
de amarga esencia humana, la tumba...
Y menos sabe
ese oscuro hasta cuándo la cena durará!
(César Vallejo)
LA QUE COMPRENDE
Con la cabeza negra caída hacia adelante
Está la mujer bella, la de mediana edad,
Postrada de rodillas, y un Cristo agonizante
Desde su duro leño la mira con piedad.
En los ojos la carga de una enorme tristeza,
En el seno la carga del hijo por nacer,
Al pie del blanco Cristo que está sangrando reza:
-¡Señor, el hijo mío que no nazca mujer!
(Alfonsina Storni)
Pocos son los poetas que llegan a transmitir de manera cruda y descarnada el dolor que sus almas albergan. Dejan de cantarle al amor o a la maravilla del mundo porque el mundo mismo los ha herido de muerte, les ha cegado, como las furias justicieras cegaron los ojos de Edipo por mano propia para mayor oprobio. El amor deja de ser dulce y se torna amargo, la esperanza que infunde vida y alegría no es sino la expectación del sufrimiento necesario. Necesario para sentirse vivo, para sobrellevar el tedio arraigado en la piel y la inanición, la indiferencia y la inercia en la que se ha sumido el alma. Son estos los poetas oscurecidos por la tragedia humana, por la desolación y el dolor crónicos a quienes se les llama negros, por la asociación misma del negro (color) con el sufrimiento y la no-esperanza, por el patetismo que proyectan sus pensamientos y a veces lo patológico de los mismos.
Y es que son estos poetas que no encuentran lo dulce de continuo sino de manera esporádica y que frecuentemente acaban su existencia con una muerte prematura o dramática. Son poetas negros, independientemente del movimiento intelectual al que pertenezcan o a la corriente poética en la que se desenvuelvan. Una característica los marca, todos tiene tintes románticos, pero del romanticismo entendido en su realidad histórica, en su contexto social y en la dimensión intelectual correcta y no según la absurda y deplorable significación que la publicidad moderna y el mercadeo mediocre le han dado: Todo lo cursi, todo lo afectado y ridículo es considerado romántico hoy día. Se considera romántico todos los estímulos que mueven de manera superficial e inmediata las emociones, generando impresiones vagas y sin llegar a relacionarlas con algo trascendente, quedando éstas en la memoria apenas lo suficiente para recordarlas.
El verdadero romanticismo es, la exacerbación de las emociones hasta el extremo, llegando a lo básico de la emoción, a su razón elemental; es la emoción en su estado puro, sin mezclas, sin dobleces y sin que se pueda dudar de su esencia. La cólera es cólera, como la del malhadado Rey Lear que grita en la tormenta al saberse traicionado; y el amor es amor, como el de Cristo muriendo por todos aquellos que lo odiaban y sin guardarles resentimiento. El odio es odio y no puede entenderse de otra manera, el odio de los Capuletos contra los Montescos, el odio que albergó el pecho de Montresor contra Fortunato durante tantos años en el relato de Poe: The Cask of Amontillado (El barril de amontillado).
Entre los poetas negros encontramos, a Samuel Taylor Coleridge en Inglaterra con su The Rime of the Ancient Mariner (La balada del viejo marinero), a Charles Baudelaire en Francia con sus Les Fleurs du Mal (Las flores del Mal) y en España a Bécquer con su gris y pesaroso lamento en su rima LXXIII (Qué solos se quedan los muertos).
La emoción sentida de manera pura es necesaria, no se puede hablar del dolor si no se le siente. Pero no solo el viejo continente tiene sus poetas negros, también los hay en el nuevo continente, en nuestra América, en los Estados Unidos, Poe; en nuestra patria María Cruz y Vicenta Laparra y muchos más, pero sin duda los máximos exponentes son tres: el peruano César Vallejo y los argentinos: Alfonsina Storni y Leopoldo Lugones. Todos modernistas, en las variantes que este movimiento permitió. Vallejo murió de un supuesto paludismo, Storni y Lugones se suicidaron.
Vallejo y Storni nacieron el mismo año (1892) y el mismo año murieron (1938), el primero en la triste sala de un hospital parisino, en un día gris y lluvioso y la otra, ahogada en las playas del Mar del Plata. Vallejo tiene un dejo de dolor en cada verso, de angustia existencial, de soledad. Le duele estar vivo y tan solo vive para esperar la muerte. Un intento de suicidio en su juventud y la insatisfacción de no adaptarse a su entorno social le marcaron amargamente la existencia al punto de marcharse de su patria para vivir en una sociedad diferente, en la que se sintió quizás más cómodo pero en la que siguió siendo un inadaptado, jamás aceptado a plenitud entre los franceses por su condición de inmigrante, como ninguno de los intelectuales latinoamericanos afincados en París. No admitido y eso que era, tan parecido a ellos.
Y es que al leer La cena miserable de Vallejo se siente el mismo dolor que al leer los versos del poema Déjeuner Du Matin de Jacques Prévert, quien sufriera en carne propia la amargura de la Primera Guerra Mundial y la ocupación Nazi durante la Segunda. Nos recuerda también esa sensación de soledad que trasmite L’Étranger (El extranjero) de Albert Camus, esa desolación invencible e inexorable instalada en el alma de M. Meursault y que le hace recibir con indiferencia y quizás con enfermiza alegría su sentencia de muerte, misma que es vista como la escapatoria liberadora de todo dolor humano. Una angustia igualmente comparable a la hallada en las obras de Fiodor Dostoievski y Franz Kafka, almas igualmente atormentadas.
Todos hombres, todos almas sufrientes.
Pero el dolor no es prerrogativa exclusiva del sexo masculino (sexo y no género, puesto que los seres humanos tienen sexo y el género es característica propia de las palabras). También las mujeres sufren, pero lo han hecho siempre de manera doméstica, siempre en silencio y a escondidas por causa de las sociedades declaradamente machistas que gobiernan el planeta. Pocos son los espacios prestados a la voz femenil para referir su dolor, uno de ellos es la poesía, y pocos los interesados en oírlo, a excepción claro está de las mujeres sufrientes que se identifican con aquella que se ha atrevido a hablar de lo que siente.
Storni es sin duda la mujer que a principios de siglo le presto su voz a las tantas mujeres que sufrían en silencio y en la calle daban el rostro equivocado a la sociedad. Un rostro prefabricado, exigido e impuesto por el padre, el hermano, el esposo. El rostro de la alegría eterna y de la perfección, reservando el rostro propio, el rostro humano para el espejo de la habitación oscura donde se podía estar triste y llorar sin testigos, sin los espectadores del gran circo que es la sociedad.
También Storni conoció el drama humano desde su infancia, con un padre alcohólico, una familia disfuncional y en bancarrota, una sociedad que menospreciaba a las mujeres y favorecía a los machos. Abriéndose paso con dificultad fue escalando los peldaños del mundo literario y social, donde la envidia corroe los corazones y hace que los unos despedacen a los otros que representan una amenaza a su modus vivendi o la competencia directa que puede en algún momento desplazarlos del panorama del que se hallan dueños. Es esa la razón que llevó a Storni a suplicar en el último verso de su poema La que comprende: “-¡Señor, el hijo mío que no nazca mujer!”.
Y esto porque entendía el difícil camino de las mujeres en las sociedades que no las valoran. Pero su visión un tanto melancólica de la vida se volvió oscura y desesperada tras padecer de cáncer y comenzar su etapa de esquizofrenia degenerativa, misma que la llevaría a sufrir de ataques de paranoia y que la haría tomar la decisión de acabar con su vida en los riscos de Mar del Plata.
Si en Vallejo el amor es algo doloroso, en Storni lo es doblemente porque no se alcanza nunca. “Persigo lo perfecto para poder amar”, dice la poetisa, pero ¿qué quién es perfecto? Nada ni nadie. No encuentra nunca la perfección y por eso no ama. El amor no llega, es tan solo una sombra dolorosa que se presagia pero que no se materializa. Una sombra que acaba tornándose en pesadilla, en vacío y en desesperanza. Si Neruda y Mistral son los poetas del amor, Vallejo y Storni lo son del dolor.
Pensamientos de un tal Carlos, contestatario en desarrollo, iconoclasta en formación, y en proceso de adoptar el autismo social.
Quedarme callado no significa que no tenga nada que decir, sino dice mucho. Dice que no me interesa para nada lo que alguien más dice o que me estoy preparando para decir algo que nadie podrá rebatir. O a lo mejor sí, pero con mucho esfuerzo. ¿Quieres echarte un pulso mental conmigo?
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